El Soundtrack de Nuestros Veranos de Esquina
El Soundtrack de Nuestros Veranos de Esquina
No sé tú, pero hay un sonido que, hasta el día de hoy, tiene el poder de detenerme en seco. No importa si estoy en medio del tráfico, en una reunión o apurado por llegar a algún lado. Es una melodía simple, casi un quejido alegre: pa-pa-pa-paaaa. Y en ese instante, ya no estoy en el aquí y el ahora. Estoy de vuelta en ese verano de mi infancia.
La nostalgia de los veranos de barrio
Tengo ocho, quizás diez años. Son las tres de la tarde y el sol de Carabayllo pega con ganas. El mundo entero parece dormir la siesta y el único ruido es el de alguna mototaxi a lo lejos. Estoy aburrido, tirado en el piso buscando el lado frío de la loseta, cuando de pronto, lo escucho.
Primero es un eco, lejano. Mi corazón da un vuelco. ¿Será? Me quedo quieto, agudizo el oído. Y ahí está otra vez, más cerca. ¡Es él!
Cómo un sonido puede devolvernos a la infancia
Ese sonido era el inicio de una misión secreta, una carrera contra el tiempo que todos los niños de mi cuadra entendíamos sin necesidad de hablar. Era el código. Significaba salir disparado, buscar a mamá, a papá, a la abuela, y poner la cara más suplicante del mundo para conseguir una moneda. Era la adrenalina de correr a la esquina, a veces con los pies descalzos, sintiendo cómo el asfalto te quemaba las plantas.
Tradiciones urbanas que forman identidad
El carretillero era nuestro héroe de la tarde. Un mago con su gran caja amarilla llena de tesoros. Lo rodeábamos como si fuera una celebridad, cada uno con su moneda sudada en la mano, esperando su turno, espiando por la rendija de la tapa para ver qué maravillas había adentro.
"Un Frio Rico", pedía yo, porque esa capa de chocolate que se rompía en mil pedazos era mi trofeo. Mi amigo pedía un BB para pintarse la lengua de azul. Mi hermana, un Sándwich-ito. No importaba cuál eligieras. Sostener ese helado era sostener la felicidad. Era sentir el frío del empaque en tus dedos, rasgarlo con ansiedad y dar esa primera mordida que te reiniciaba el día.
Helados que no solo enfrían: reconectan
Hoy, a veces, camino por la calle y lo escucho de nuevo. Y me detengo a ver la escena. Veo a un niño correr, con esa misma cara de urgencia y esperanza que tenía yo. Veo a su papá alcanzarle una moneda con una sonrisa cómplice. Y entiendo que esa corneta es mucho más que un sonido.
Es un hilo invisible que nos conecta con quienes fuimos. Es un recordatorio de una época en que nuestra mayor preocupación era que el carretillero pasara de largo por nuestra calle. Una época de alegrías simples, de veranos de esquina.
Porque seamos sinceros, esa corneta no vende helados. Nos vende boletos de cinco segundos para regresar a ese momento exacto en que fuimos inmensamente felices con muy poco.
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